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Derechos: entre convención y sustancia

Miguel Steiner
www.antinatalismo.wordpress.com

¿Existen los derechos? ¿Dónde hay que buscarlos? ¿Los derechos naturales o humanos no son más que un invento relativamente reciente de cierta cultura? No es pregunta sin interés si los derechos sólo existen porque se otorgan o si existen con independencia de su fijación en normas humanas. Las dos opciones tienen sus defensores. Sabemos, por un lado, que los derechos reconocidos de las personas varían considerablemente a lo largo de la historia y lo ancho del planeta, y el relativista dirá que cualquier cosa podrían ser. Habría que guardar algunas formas, como mucho, tales como acordar los derechos, con lo que se quedarían en convencionales. Por otro lado, es habitual creer que existen determinados derechos porque parecen inherentes a la condición humana, digan lo que digan las autoridades competentes, que podrían hacer leyes intrínsecamente malas, violando tales derechos. Sólo leyes de fundamento natural (algunos prefieren, divino) pueden ser buenas o malas. En el mero convencionalismo no hay prevalencias de contenidos.

Cito de la Gran Enciclopedia Larousse sobre el derecho (como conjunto normativo, incluyendo, los derechos):
En la actualidad se oponen aún dos tendencias. Para unos, bajo la influencia de Hegel e Ihering, el derecho sólo se concibe como una creación del estado; Ihering expresa así su teoría: “El derecho es la suma de las reglas imperativas que se aplican en un estado; al tener el estado el monopolio de la imperatividad, sólo las reglas investidas por el estado con este efecto son reglas de derecho; el estado es la única fuente de derecho.” No obstante, se admite un límite a los poderes del estado: este ha de aplicar la ley que dicta; es la teoría de la autolimitación del estado. Para la otra tendencia, la acción del estado tiene unos límites jurídicos formados por derechos superiores: para algunos se trata de un derecho natural de origen divino; para otros, de un derecho ideal, y para otros, aun, de un derecho superior fundado en la solidaridad social, la moral, la idea el deber, etc.
Hobbes 1588 – 1679 —el del homo homini lupus—, como representante radical de la opción convencionalista (o contractualista), piensa que el estado no puede, propiamente, crear leyes injustas, porque las leyes que establece son lo único que genera conciencia jurídica. Así la ley vale más por ser ley y comprometer a todos en lo mismo que por ser algo dado y meramente traducido a palabra escrita. La segunda opción (por la que yo me inclino) es la que defiende el “iusnaturalismo”. De una forma u otra los derechos los tendríamos por naturaleza, por lo que somos. Ya el bebé tiene derechos, y no sólo porque los padres procuren que se expresen en el derecho positivo, en el derecho formulado. Desde la perspectiva iusnaturalista los animales podrían tener derechos también, pese a ser irracionales. El iusnaturalismo tiene variante religiosa: Dios nos ha puesto los derechos en nuestros corazones. Pero nada impide mantener una perspectiva igual de sustancial de los derechos sustituyendo a Dios por la Naturaleza. Para hacerlo bien, los derechos se deben entender como derivados de nuestras necesidades naturales, como una respuesta, en definitiva, a nuestra exposición al sufrimiento. Malo es lo que hace daño, con la importante salvedad del mal menor, que podría pasar por bueno por evitar daño mayor todavía (el dentista no es malo, por ejemplo). En una palabra, los derechos nos protegen del sufrimiento en relación con algunas de sus múltiples fuentes.

Con todo, el problema es: ¿qué es un derecho si no se encuentra formulado positivamente? Las necesidades ya están ahí, pero los derechos todavía no. Y en este paso, pasan cosas, entre otras una concepción necesariamente restringida de los potenciales derechos. Pues mis necesidades pueden entrar en conflicto con las de otros. Así las necesidades adquieren respetabilidad sólo en la medida en que sean colectivamente asumibles. Por ejemplo, un violador no tiene derecho al sexo y ni siquiera el derecho a la libertad. O: si competimos por un empleo que necesitamos urgentemente para ganarnos la vida, no vale eliminar al competidor. Dicho todo eso, la fórmula que propone este modesto opinador es:

Los derechos son la expresión convenida de las condiciones generalizables de respeto a los intereses individuales sobre la base objetiva (no convencional) de sus necesidades y su vulnerabilidad.

Cuando hablamos de los derechos humanos –al menos de eso trata la Declaración Universal de los Derechos Humanos)– hay que tener en cuenta que los interpelados suelen ser las autoridades de un estado o comunidad, es decir, el poder institucional. Hay que mencionar, nuevamente, una perspectiva relativista que quita sustancialidad a estos derechos. Según ésta, los derechos humanos son una imposición de la cultura europea que no tiene que tener validez en África, por ejemplo. Creo que tal relativismo sólo sería plenamente coherente si acaba asumiendo su propia inanidad, pues ni siquiera podría establecer el derecho incuestionable de no sufrir imposiciones culturales.

Lo destacable de los Derechos Humanos (de los tratados internacionales) es que suponen un compromiso de autocontrol de las autoridades políticas. Éstas, como garantes de la imperatividad de la ley, tienen los medios y, hasta cierto punto, la licencia para no respetar derechos individuales de ningún tipo. Pero es fácil ver que esto podría entenderse a veces como abuso. Los medios no deben ser arbitrarios ni desproporcionados ni estar al servicio de lo que no sea el interés colectivo. Celebremos, por tanto, que no se pueda (si se respetan los derechos humanos) encarcelar a nadie por sus opiniones políticas, es decir, cuando no ha cometido ningún delito (téngase en cuenta que un político preso no es por definición un preso político), que no se pueda ejecutar ni asesinar a nadie, que se tengan que respetar los derechos de los acusados a la defensa, y, por encima de todo, según mi parecer, que no se pueda torturar a nadie.

No sólo una concepción desvinculada de las necesidades sensibles de los derechos (el convencionalismo relativista), sino también la parcialidad política limita con frecuencia la efectividad de la defensa de los derechos humanos. Los derechos humanos deben concebirse de compromiso básico general. Todos los gobiernos deben respetar ciertas formas de relacionarse con la población que gobiernan, con independencia de su color político. No hace falta ser políticamente neutral para eso, sino sólo distinguir la confrontación política de la relación entre agentes del poder y sometidos. Lo común es, sin embargo, perdonar abusos en unos casos y criticarlos en otros y convertir los derechos humanos bien en un arma arrojadiza con fines políticos, bien en un invento de inocentes bobos. Si no se trata de evitar sufrimiento en último término, eso puede ser muy válido pues, ya puestos, todo valdría y la razón la tendría el más guapo, es decir, el más musculoso.

Ateismo: El antivirus contra la fe patriarcapitalista

J. Agustín Franco Martínez
Apóstata del catolicismo desde 2010

«Diseñar e implementar las vacunas culturales necesarias para prevenir el desastre, mientras se respetan los derechos de aquellos que necesitan la vacuna, será una tarea urgente y sumamente compleja, (…) Expandir el campo de la salud pública para incluir la salud cultural será el reto más grande del próximo siglo». (Jared Diamond. Armas, gérmenes y acero).

Hay una pandemia estacional que cada año infecta hasta el calendario: la semana santa. Todos contagiados de religiosidad, de fiebres misóginas y agónicas respiraciones patriarcales, sin guardar ninguna distancia social, confinando a la fuerza a los inmunes ateos y a los asintomáticos de la fe (por si acaso son agnósticos). Parasitando el espacio público con su teatro de marionetas sagradas, sin ninguna medida de higiene, ni social ni mental.

Una búsqueda rápida en internet sobre «procesiones ateas» nos arroja una avalancha de artículos donde la censura del ateísmo y las escenificaciones groseras de ofensa antirreligiosa son la norma. Ni siquiera se cumple la ley, como denuncia incluso algún profesor de Derecho Eclesiástico: «jurídicamente los no creyentes tienen el mismo derecho que los creyentes a salir a las calles a manifestarse por sus ideas» (Óscar Celador). Y por tal incumplimiento (prohibiendo que se celebren procesiones ateas) no vemos en la televisión ninguna noticia insultando y persiguiendo como maleantes a los religiosos que la incumplen. Y es que la religión es un arma mortífera. «La religión es una clase de tecnología. Su habilidad para tranquilizar y explicar es terriblemente seductora [el suspiro de la criatura oprimida, que diría Marx], pero también es peligrosa» (Jessica Stern).

Vemos que hasta en la forma de contagiar y de enfermar hay clases sociales. Si eres foco potencial de infección de coronavirus, cualquier paseo injustificado es causa de vida o muerte, salvo que seas diputado. Y si eres foco potencial de infección de coronafe o rosariovirus, entonces puedes pasearte tosiéndole en el cogote a quien te plazca y estornudarle en la cara la biblia entera, versículo a versículo, hasta borrarle del genoma todo rastro de impiedad. Si analizamos el contagio en unos y otros, (pobres infieles pecadores y noble clero confesor), veremos que se ajustan bien al patrón clásico de trabajadores y capitalistas.

A unos les es de aplicación la ley férrea del terrorismo, mientras que a los otros les es de aplicación la indulgencia por misionerismo.

La beligerancia religiosa contra la increencia es brutal. En cambio, el ateísmo debe guardarse siempre de no molestar al teísmo, incluso dejándole y respetando su espacio. El ateísmo será irreverente, pero al menos es coherente y defiende la libertad de pensamiento, hasta de los creyentes. Cosa totalmente inexistente y nada recíproca en el caso de la religión, que no predica con el ejemplo.

«Una tarea importante que deben realizar los creyentes de todos los credos en el siglo XXI será divulgar la convicción de que no hay acto más deshonroso que herir a los "infieles", de una u otra vertiente, por haber "faltado el respeto" a una bandera, a una cruz o a un texto sagrado». (Daniel Dennett).

La fe religiosa es un virus que también muta y se adapta a las vacunas ateas, así, por ejemplo, sus más famosas e ingeniosas mutaciones son la misoginia y el dinerismo (según lo llama el reputado “virólogo del capitalismo” Jon Illescas). Estas derivaciones de la fe religiosa siguen un patrón lógico: la caída en el descrédito y el secularismo de la fe cristiana impone dar un salto a otra cepa de fe más contagiosa, el capitalismo.

Como todos los virus, el de la fe también se hermana en simbiótica relación con el covid-19, apoyándose mutuamente para expandirse de forma sinérgica y exponencial, especialmente a través de la caridad y los discursos papales sobre ecologismo y desigualdad. Y es que el Poder se inmuniza contra la resistencia igual que funciona una vacuna, inoculándose en vena dosis controladas de disidencia viral. Y en esto el catolicismo le lleva ventaja al capitalismo. Así que si miramos a uno como el hermano mayor del otro, me temo que tenemos capitalismo para rato, pese a los recientes mensajes apocalípticos que decretan su próxima defunción y derrumbe inminente.

Como fácilmente puede ahora descubrirse, en estos tiempos de crisis y coronavirus, la actitud histórica rebelde y combativa del ateísmo se explica precisamente por las prácticas persecutorias que comportaba y sigue comportando el derecho a la duda, a la libertad de pensamiento, a la necesidad de liberarse de la sumisión de conciencia que practican impunes desde sus púlpitos privilegiados los clérigos y moralistas de todo pelaje.

Los ateos que son felices y consecuentes no condenan al prójimo por su fe, entienden que sería tan absurdo como atropellar con alevosía a un ciego que cruza la calle. Si los creyentes quieren hablar de dios, pues que hablen. Como decía un ateo anónimo: “que discutan, pero sin acritud ni hiel, les prometemos no condenarlos nunca al fuego por el crimen de lesa geometría que ellos cometen al sostener que tres personas no son más que un solo Dios”. Hay ateos con más humor y misericordia que muchos fieles con crucifijo y voluntarios de Cáritas, puesto que perdonan a sus verdugos fijándose solo en la pena menor (creer internamente en una fantasía) frente a la descomunal pena mayor (querer imponer socialmente la propia creencia bajo pena de persecución y muerte).

A comienzos del siglo XXI había más de mil trescientos millones de personas que se declaraban increyentes, siendo entre ellas un quinto las ateas convencidas. Porcentaje similar en Europa, donde una cuarta parte (cien millones) son personas irreligiosas, de las que el cinco por ciento son ateas. En EEUU un 60% de las personas de ciencias son increyentes, elevándose a más del 90% entre los miembros de la Academia Nacional de Ciencias. ¿No se deduce claramente de aquí, entre otras cosas, el nada sagrado interés religioso por la educación? Más claro no podía ser.

Y en el contexto de la religión neoliberal, ¿no se deduce también de aquí el interés mediático por la desinformación, la infoxicación y el espectáculo? Mantener a la gente desinformada y en la ignorancia alimenta el misterio, la histeria, el temor y los mitos científicos y tecnológicos para controlar más eficazmente a la masa, con su parafernalia propagandística y caritativa y sus sermones sobre curvas, picos, guantes y alarmas.

Así, pues, apostemos por una renovada esperanza atea. “No hay ningún bien que esperar ni ningún mal que temer después de la muerte; aprovechad, pues, sabiamente el tiempo, (…), pues ahí está la mejor decisión que podéis tomar” (Jean Meslier, 1664-1729, cura ateo). Y feliz semana atea, feliz año ateo, feliz vida atea.