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03 de juliol 2021

Las cosas claras

Ángel Santos Vaquero
Doctor en Historia

La palabra laicidad provoca en la sociedad más conservadora y especialmente en la Iglesia católica y su jerarquía una reacción virulenta y agresiva, en algunos casos quizás debido a la ignorancia de lo que quiere significar este término y en otros con toda intencionalidad creados para soliviantar a sus seguidores, como hacía fray Vicente Ferrer con sus predicaciones incendiarias para arrastrar a las masas a la cristianización forzosa de las sinagogas, lo que es muy peligroso, pues aquella vehemencia producía un efecto colateral, la matanza de judíos.

La jerarquía de la Iglesia católica y sus seguidores se enervan y sacan las uñas cada vez que alguien, bien por escrito o de manera oral, pronuncia la palabra “laico”, “laicismo” o “laicidad”. Piensan, o por lo menos así lo quieren aparentar, que viene a significar un ataque contra sus dogmas, creencias o doctrina, que lo que pretende el laico es eclipsar la religión, barrer la Iglesia, destruir templos, hacer desaparecer todo vestigio religioso. Y nada más lejos de la intención de un laico. Lo que pretende éste es sólo la separación de Iglesia-Estado, que no se den injerencias de la primera ni de las jerarquías eclesiásticas en los asuntos que son propios del segundo, ni de este en las cuestiones internas de aquella, que ambas instituciones actúen con completa libertad, respetándose mutuamente, que sean independientes y autónomos en sí mismos aunque en muchas ocasiones haya que establecer relaciones o encuentros y llegar a acuerdos para dilucidar cuestiones temporales, pues se acepta que las espirituales son de dominio exclusivo de esa Iglesia y sus adeptos, privadamente.

Es necesario hacer comprender a la jerarquía eclesiástica que su dogma, su moral, su manera de ver la vida, no es compartida por toda la sociedad, que ésta es plural y diversa y que no puede dictaminar el comportamiento y la forma de pensar de todos los ciudadanos. Es necesario que asimile, (cosa que, a pesar de hallarnos en el siglo XXI todavía no ha conseguido), que ya no estamos en los tiempos en que se consideraba que el pensamiento y las normas de vida debían ser uniformes y que aquellos que no pensasen igual habían de callar y someterse al dictado de la moral católica (que no cristiana), imperante. Los laicos no pretendemos atacar a la Iglesia en sus dogmas y culto, sino que ésta respete las decisiones que tome el poder civil –dado que no todos los individuos que componen la sociedad pertenecen a su credo, no hay uniformidad y menos obligatoria–. Eso era en otros tiempos, que quizás la Iglesia añora. La Iglesia parece desconocer o no quiere darse por enterada, que existe una “Declaración de Derechos Universales” por arte de las Naciones Unidas, entre los que se encuentran “el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de cualquiera convicción”.

La jerarquía de la Iglesia debe respetar la libertad de los que no pertenezcan a su grey, pues, ¿cómo puede solicitar para sí libertad y respeto, si ella no respeta a los demás? Muy probablemente es que se halla todavía imbuida de su situación de predominio en épocas pasadas y de que sus normas y exigencias eran de obligado cumplimiento para toda la sociedad, y pobre de aquel que osase ir contra ellas públicamente, era apartado socialmente como un apestado. La creencia religiosa es algo íntimo, privado, personal y sólo las leyes de convivencia y de justicia pueden resultar obligatorias para toda aquella persona que pretenda pertenecer a una comunidad.

Las leyes sociales que un estado laico o aconfesional promulga, como las del aborto, casamientos entre homosexuales, del divorcio, de la eutanasia ..., no obligan a nadie. No son impuestas, por ello debe respetarse el que cada uno las acoja o rechace y actúe según su propia conciencia individual. Muy bien que la Iglesia católica adoctrine y dirija la vida espiritual de sus feligreses, que ejerza el legítimo derecho a exponer su opinión –aunque ella nunca permitió que nadie la emitiera en nuestro país cuando era la única religión permitida–. Ahora que en España nos dimos una constitución como ciudadanos libres, en la que caben todas las ideas políticas y religiosas que respeten dicha ley máxima, sí se le concede ese derecho, pero no el de pretender imponer su moral a toda la sociedad, sino respetar las ideas de los que no piensan como ella. Y tampoco el de tergiversar y crear una confusión intencionada, manipulando la información, como la de decir que aprobar las leyes del aborto y, actualmente, de la eutanasia, es introducir en España la posibilidad de asesinar impunemente, o que la pretensión de los que desean que la religión salga de los colegios públicos es sinónimo de intentar hacerla desaparecer, de que es un ataque a la Iglesia. No es así, sólo deseamos que cada ciudadano/a pueda actuar con plena libertad en su vida privada, decidir libremente, según las circunstancias que le rodean, en aquello que sólo a él o ella compete, sin imposiciones externas, así como también deseamos que la escuela pública sea aconfesional, que no se adoctrine en ella (pues eso es lo que se hace en las clases de religión), a los alumnos, que la familia que desee que sus hijos sean educados en la doctrina católica lo haga libremente, pero fuera del horario lectivo y del currículo de los colegios públicos, es decir, de los mantenidos con dinero público, que los padres o tutores se impliquen y preocupen personalmente. Si procuran a sus hijos unas clases extraescolares de cualquier materia y los llevan o envían a academias apropiadas al caso, que hagan lo mismo con las clases de religión; pero es mucho más cómoda la situación actual para la Iglesia y para las familias, además de evitarse conflictos con los chavales. En los colegios públicos sólo debe darse una asignatura común a todos los alumnos: “La Historia de las religiones”, sin adoctrinamiento alguno, sino como un hecho cultural perteneciente a la historia de la humanidad. En una sociedad laica, la escuela pública debe ser aconfesional, respetuosa con el pluralismo ideológico y con la libertad de conciencia, además de promover los valores humanos de convivencia entre todos, sin discriminación por sexo, raza o religión.

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